Capítulo 32—La ley y los dos pactos
- Prefacio
- Capítulo 1—El origen del mal
- Capítulo 2—La creación
- Capítulo 3—La tentación y la caída
- Capítulo 4—El plan de redención
- Capítulo 5—Caín y Abel probados
- Capítulo 6—Set y Enoc
- Capítulo 7—El diluvio
- Capítulo 8—Después del diluvio
- Capítulo 9—La semana literal
- Capítulo 10—La torre de Babel
- Capítulo 11—El llamamiento de Abraham
- Capítulo 12—Abraham en Canaán
- Capítulo 13—La prueba de la fe
- Capítulo 14—La destrucción de Sodoma
- Capítulo 15—El casamiento de Isaac
- Capítulo 16—Jacob y Esaú
- Capítulo 17—Huida y destierro de Jacob
- Capítulo 18—Una noche de lucha
- Capítulo 19—El regreso a Canaán
- Capítulo 20—José en Egipto
- Capítulo 21—José y sus hermanos
- Capítulo 22—Moisés
- Capítulo 23—Las plagas de Egipto
- Capítulo 24—La Pascua
- Capítulo 25—El Éxodo
- Capítulo 26—Del Mar Rojo al Sinaí
- Capítulo 27—La ley dada a Israel
- Capítulo 28—La idolatría en el Sinaí
- Capítulo 29—La enemistad de Satanás hacia la ley
- Capítulo 30—El tabernáculo y sus servicios
- Capítulo 31—El pecado de Nadab y Abiú
- Capítulo 32—La ley y los dos pactos
- Capítulo 33—Del Sinaí a Cades
- Capítulo 34—Los doce espías
- Capítulo 35—La rebelión de Coré
- Capítulo 36—En el desierto
- Capítulo 37—La roca herida
- Capítulo 38—El viaje alrededor de Edom
- Capítulo 39—La conquista de Basán
- Capítulo 40—Balaam
- Capítulo 41—La apostasía a orillas del Jordán
- Capítulo 42—La repetición de la ley
- Capítulo 43—La muerte de Moisés
- Capítulo 44—El cruce del Jordán
- Capítulo 45—La caída de Jericó
- Capítulo 46—Las bendiciones y las maldiciones
- Capítulo 47—La alianza con los Gabaonitas
- Capítulo 48—La repartición de Canaán
- Capítulo 49—Las últimas palabras de Josué
- Capítulo 50—Los diezmos y las ofrendas
- Capítulo 51—Dios cuida de los pobres
- Capítulo 52—Las fiestas anuales
- Capítulo 53—Los primeros jueces
- Capítulo 54—Sansón
- Capítulo 55—El niño Samuel
- Capítulo 56—Elí y sus hijos
- Capítulo 57—El arca tomada por los filisteos
- Capítulo 58—Las escuelas de los profetas
- Capítulo 59—El primer rey de Israel
- Capítulo 60—La presunción de Saúl
- Capítulo 61—Saúl rechazado
- Capítulo 62—El ungimiento de David
- Capítulo 63—David y Goliat
- Capítulo 64—David fugitivo
- Capítulo 65—La magnanimidad de David
- Capítulo 66—La muerte de Saúl
- Capítulo 67—La magia antigua y moderna
- Capítulo 68—David en Siclag
- Capítulo 69—David llevado al trono
- Capítulo 70—El reinado de David
- Capítulo 71—El pecado de David y su arrepentimiento
- Capítulo 72—La rebelión de Absalón
- Capítulo 73—Los últimos años de David
- Apéndice
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Capítulo 32—La ley y los dos pactos
Cuando Adán y Eva fueron creados recibieron el conocimiento de la ley de Dios; conocieron los derechos que la ley tenía sobre ellos; sus preceptos estaban escritos en sus corazones. Cuando el hombre cayó a causa de su transgresión, la ley no fue cambiada, sino que se estableció un sistema de redención para hacerle volver a la obediencia. Se le dio la promesa de un Salvador, y se establecieron sacrificios con el propósito de dirigir sus pensamientos hacia el futuro, hacia la muerte de Cristo como supremo sacrificio. Si nunca se hubiera violado la ley de Dios, no habría habido muerte ni se habría necesitado un Salvador, ni tampoco sacrificios.PP 333.1
Adán enseñó a sus descendientes la ley de Dios, y el conocimiento de la ley se transmitió de padres a hijos durante las siguientes generaciones. No obstante las medidas bondadosamente tomadas para la redención del hombre, pocos la aceptaron y prestaron obediencia. Debido a la transgresión, el mundo se envileció tanto que se necesitó limpiarlo de su corrupción mediante el diluvio. La ley fue preservada por Noé y su familia, y Noé enseñó los Diez Mandamientos a sus descendientes. Cuando los hombres se apartaron nuevamente de Dios, el Señor eligió a Abraham, de quien declaró: “Oyó Abraham mi voz, y guardó mi precepto, mis mandamientos, mis estatutos, y mis leyes”. Génesis 26:5. Instituyó el rito de la circuncisión, como señal de que quienes lo recibían eran dedicados al servicio de Dios, y prometían permanecer separados de la idolatría y obedecer la ley de Dios. La falta de voluntad para cumplir esta promesa, que los descendientes de Abraham evidenciaron en su tendencia a formar alianzas con los paganos y adoptar sus prácticas, fue la causa de su permanencia y esclavitud en Egipto. Pero en su relación con los idólatras y su forzada sumisión a los egipcios, los israelitas corrompieron aun más su conocimiento de los preceptos divinos al mezclarlos con las crueles y viles enseñanzas del paganismo. Por lo tanto, cuando los sacó de Egipto, el Señor descendió sobre el Sinaí, envuelto en gloria y rodeado de sus ángeles, y con grandiosa majestad pronunció su ley a todo el pueblo.PP 333.2
Aun entonces Dios no confió sus preceptos a la memoria de un pueblo inclinado a olvidar sus requerimientos, sino que los escribió sobre tablas de piedra. Quiso alejar de Israel toda posibilidad de mezclar las tradiciones paganas con sus santos preceptos, o de confundir sus mandamientos con costumbres o reglamentos humanos. Pero hizo más que darles los preceptos del Decálogo. El pueblo se había mostrado tan susceptible a descarriarse, que no quiso dejarles ninguna puerta abierta a la tentación. A Moisés se le dijo que escribiera, como Dios se lo había mandado, derechos y leyes que contenían instrucciones minuciosas respecto a lo que el Señor requería. Estas instrucciones relativas a los deberes del pueblo hacia Dios, a los deberes de unos para con otros, y hacia los extranjeros, no eran otra cosa que los principios de los Diez Mandamientos ampliados y dados de una manera específica, en forma tal que ninguno pudiera errar. Tenían por objeto resguardar la santidad de los Diez Mandamientos grabados en las tablas de piedra.PP 334.1
Si el hombre hubiera guardado la ley de Dios, tal como le fue dada a Adán después de su caída, preservada por Noé y observada por Abraham, no habría sido necesario el rito de la circuncisión. Y si los descendientes de Abraham hubieran guardado el pacto del cual la circuncisión era una señal, jamás habrían sido inducidos a la idolatría, ni habría sido necesario que sufrieran una vida de esclavitud en Egipto; habrían conservado el conocimiento de la ley de Dios, y no habría sido necesario proclamarla desde el Sinaí, o grabarla sobre tablas de piedra. Y si el pueblo hubiera practicado los principios de los Diez Mandamientos, no habría habido necesidad de las instrucciones adicionales que se le dieron a Moisés.PP 334.2
El sistema de sacrificios confiado a Adán fue también pervertido por sus descendientes. La superstición, la idolatría, la crueldad y el libertinaje corrompieron el sencillo y significativo servicio que Dios había establecido. A través de su larga relación con los idólatras, el pueblo de Israel había mezclado muchas costumbres paganas con su culto; por consiguiente, en el Sinaí el Señor le dio instrucciones definidas tocante al servicio de los sacrificios. Una vez terminada la construcción del santuario, Dios se comunicó con Moisés desde la nube de gloria que descendía sobre el propiciatorio, y le dio instrucciones completas acerca del sistema de sacrificios y ofrendas, y las formas del culto que debían emplearse en el santuario. De esa manera se entregó a Moisés la ley ceremonial, que fue escrita por él en un libro. Pero la ley de los Diez Mandamientos pronunciada desde el Sinaí había sido escrita por Dios mismo en las tablas de piedra, y se guardó sagradamente en el arca.PP 335.1
Muchos confunden estos dos sistemas y se valen de los textos que hablan de la ley ceremonial para tratar de probar que la ley moral fue abolida; pero esto es pervertir las Escrituras. La distinción entre los dos sistemas es clara. El sistema ceremonial se componía de símbolos que señalaban a Cristo, su sacrificio y su sacerdocio. Esta ley ritual, con sus sacrificios y ordenanzas, debían los hebreos seguirla hasta que el símbolo se cumpliera en la realidad de la muerte de Cristo, Cordero de Dios que quita los pecados del mundo. Entonces debían cesar todas las ofrendas de sacrificio. Tal es la ley que Cristo quitó de en medio y clavó en la cruz. Ver Colosenses 2:14.PP 335.2
Pero acerca de la ley de los Diez Mandamientos el salmista declara: “Para siempre, oh Jehová, permanece tu palabra en los cielos”. Salmos 119:89. Y Cristo mismo dice: “No penséis que he venido a abolir la Ley. [...] De cierto os digo”, recalca en todo lo posible su aserto, “que antes que pasen el cielo y la tierra, ni una jota ni una tilde pasará de la Ley, hasta que todo se haya cumplido”. Mateo 5:17, 18. En estas palabras Cristo enseña, no solo cuáles habían sido las demandas de la ley de Dios, y cuáles eran entonces, sino que además ellas perdurarán tanto como los cielos y la tierra. La ley de Dios es tan inmutable como su trono. Mantendrá sus demandas sobre la humanidad a través de todos los siglos.PP 335.3
Respecto a la ley pronunciada en el Sinaí, dice Nehemías: “Sobre el monte Sinaí descendiste, y hablaste con ellos desde el cielo, y les diste juicios rectos, leyes verdaderas, y estatutos y mandamientos buenos”. Nehemías 9:13. Y Pablo, el apóstol de los gentiles, declara: “La ley a la verdad es santa, y el mandamiento santo, justo, y bueno”. Esta ley no puede ser otra que el Decálogo, pues es la ley que dice: “No codiciarás”. Romanos 7:12, 7.PP 336.1
Si bien la muerte del Salvador puso fin a la ley de los símbolos y sombras, no disminuyó en lo más mínimo la obligación del hombre hacia la ley moral. Todo lo contrario, el mismo hecho de que fuera necesario que Cristo muriera para expiar la transgresión de la ley, prueba que esta es inmutable.PP 336.2
Los que alegan que Cristo vino para abrogar la ley de Dios y eliminar el Antiguo Testamento, hablan de la era judaica como de un tiempo de tinieblas, y representan la religión de los hebreos como una serie de meras formas y ceremonias. Pero este es un error. A través de todas las páginas de la historia sagrada, donde está registrada la relación de Dios con su pueblo escogido, hay huellas vivas del gran YO SOY. Nunca dio el Señor a los hijos de los hombres más amplias revelaciones de su poder y gloria que cuando fue reconocido como único soberano de Israel y entregó la ley a su pueblo. Había allí un cetro que no era empuñado por manos humanas; y las majestuosas manifestaciones del invisible Rey de Israel fueron indeciblemente grandiosas y temibles.PP 336.3
En todas estas revelaciones de la presencia divina, la gloria de Dios se manifestó por medio de Cristo. No solo cuando vino el Salvador, sino a través de todos los siglos después de la caída del hombre y de la promesa de la redención, “Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo”. 2 Corintios 5:19. Cristo era el fundamento y el centro del sistema de sacrificios, tanto en la era patriarcal como en la judía. Desde que pecaron nuestros primeros padres, no existe comunicación directa entre Dios y el hombre. El Padre puso el mundo en manos de Cristo para que por su obra mediadora redimiera al hombre y vindicara la autoridad y santidad de la ley divina.PP 336.4
Toda comunicación entre el cielo y la raza caída se ha hecho por medio de Cristo. Fue el Hijo de Dios quien dio a nuestros primeros padres la promesa de la redención. Fue él quien se reveló a los patriarcas. Adán, Noé, Abraham, Isaac, Jacob, y Moisés comprendieron el evangelio. Buscaron la salvación por medio del Sustituto y Garante del ser humano. Estos santos varones de antaño comulgaron con el Salvador que iba a venir al mundo en carne humana; y algunos de ellos hablaron cara a cara con Cristo y con ángeles celestiales.PP 336.5
Cristo no solo fue el que dirigía a los hebreos en el desierto—el Ángel en quien estaba el nombre de Jehová, y quien, velado en la columna de nube, iba delante de la hueste- sino que también fue él quien dio la ley a Israel (véase el Apéndice, nota 10). En medio de la terrible gloria del Sinaí, Cristo promulgó a todo el pueblo los Diez Mandamientos de la ley de su Padre, y entregó a Moisés esa ley grabada en tablas de piedra.PP 337.1
Fue Cristo quien habló a su pueblo por medio de los profetas. El apóstol Pedro, escribiendo a la iglesia cristiana, dice que los que “profetizaron de la gracia destinada a vosotros inquirieron y diligentemente indagaron acerca de esta salvación, escudriñando qué persona y qué tiempo indicaba el Espíritu de Cristo que estaba en ellos, el cual anunciaba de antemano los sufrimientos de Cristo y las glorias que vendrían tras ellos”. 1 Pedro 1:10, 11. Es la voz de Cristo la que nos habla por medio del Antiguo Testamento. “El testimonio de Jesús es el espíritu de la profecía”. Apocalipsis 19:10.PP 337.2
En las enseñanzas que dio cuando estuvo personalmente entre los hombres, Jesús dirigió los pensamientos del pueblo hacia el Antiguo Testamento. Dijo a los judíos: “Escudriñad las Escrituras, porque a vosotros os parece que en ellas tenéis la vida eterna; y ellas son las que dan testimonio de mí”. Juan 5:39. En aquel entonces los libros del Antiguo Testamento eran la única parte de la Biblia que existía. Otra vez el Hijo de Dios declaró: “A Moisés y a los Profetas tienen; ¡que los oigan!” Y agregó: “Si no oyen a Moisés y a los Profetas, tampoco se persuadirán, aunque alguno se levante de los muertos”. Lucas 16:29, 31.PP 337.3
La ley ceremonial fue dada por Cristo. Aun después de ser abolida, Pablo la presentó a los judíos en su verdadero marco y valor, mostrando el lugar que ocupaba en el plan de la redención, así como su relación con la obra de Cristo; y el gran apóstol declara que esta ley es gloriosa, digna de su divino Originador. El solemne servicio del santuario representaba las grandes verdades que iban a ser reveladas a través de las siguientes generaciones. La nube de incienso que ascendía con las oraciones de Israel representaba su justicia, que es lo único que puede hacer aceptable ante Dios la oración del pecador; la víctima sangrante en el altar del sacrificio daba testimonio del Redentor que había de venir; y el lugar santísimo irradiaba la señal visible de la presencia divina. Así, a través de siglos y siglos de tinieblas y apostasía, la fe se mantuvo viva en los corazones humanos hasta que llegó el tiempo del advenimiento del Mesías prometido.PP 337.4
Jesús era la luz de su pueblo, la luz del mundo, antes de venir a la tierra en forma humana. El primer rayo de luz que penetró la lobreguez en que el pecado había envuelto al mundo, provino de Cristo. Y de él ha emanado todo rayo de resplandor celestial que ha caído sobre los habitantes de la tierra. En el plan de la redención, Cristo es el Alfa y la Omega, el Primero y el Último.PP 338.1
Desde que el Salvador derramó su sangre para la remisión de los pecados, y ascendió al cielo “para presentarse ahora por nosotros ante Dios” (Hebreos 9:24), raudales de luz han brotado de la cruz del Calvario y del santuario celestial. Pero porque se nos haya otorgado una luz más clara no debemos menospreciar la que en tiempos anteriores fue recibida mediante símbolos que revelaban al futuro Salvador. El evangelio de Cristo arroja luz sobre el sistema de culto judío y da significado a la ley ceremonial. A medida que se revelan nuevas verdades, y se aclara aún más lo que se sabía desde el principio, se hacen más manifiestos el carácter y los propósitos de Dios en su trato con su pueblo escogido. Todo rayo de luz adicional que recibimos nos hace comprender mejor el plan de redención, cumplimiento de la voluntad divina en favor de la salvación del hombre. Vemos nueva belleza y fuerza en la Palabra inspirada, y la estudiamos con interés más profundo y concentrado.PP 338.2
Muchos opinan que Dios colocó una muralla divisoria entre los hebreos y el resto del mundo; que su cuidado y amor de los que privara en gran parte al resto de la humanidad, se concentraban en Israel. Pero no fue el propósito de Dios que su pueblo construyera una muralla de separación entre ellos y sus semejantes. El corazón del Amor infinito abarcaba a todos los habitantes de la tierra. Aunque lo habían rechazado, constantemente procuraba revelárseles, y hacerlos partícipes de su amor y su gracia. Su bendición fue concedida al pueblo escogido, para que este pudiera bendecir a otros.PP 338.3
Dios llamó a Abraham, lo prosperó y lo honró; y la fidelidad del patriarca fue una luz para la gente de todos los países donde habitó. Abraham no se aisló de quienes lo rodeaban. Mantuvo relaciones amistosas con los reyes de las naciones circundantes, y fue tratado por algunos de ellos con gran respeto; su integridad y desinterés, su valor y benevolencia, representaron el carácter de Dios. A Mesopotamia, a Canaán, a Egipto, hasta a los habitantes de Sodoma, el Dios del cielo se les reveló por medio de su representante.PP 338.4
Asimismo se reveló Dios por medio de José al pueblo egipcio y a todas las naciones relacionadas con aquel poderoso reino. ¿Por qué dispuso el Señor exaltar a José a tan grande altura entre los egipcios? Podía lograr sus propósitos en favor de los hijos de Jacob de cualquiera otra manera; pero quiso hacer de José una luz, y lo puso en el palacio del rey para que la luz celestial alumbrara cerca y lejos. Mediante su sabiduría y su justicia, mediante la pureza y la benevolencia de su vida cotidiana, mediante su devoción a los intereses del pueblo, y de un pueblo idólatra, José fue el representante de Cristo. En su benefactor, a quien todo Egipto se dirigía con gratitud y a quien todos elogiaban, aquel pueblo pagano debía contemplar el amor de su Creador y Redentor. También mediante Moisés, Dios colocó una luz junto al trono del mayor reino de la tierra, para que todos los que quisieran, pudieran conocer al Dios verdadero y viviente. Y toda esta luz fue dada a los egipcios antes de que la mano de Dios se extendiera sobre ellos en las plagas.PP 339.1
Mediante la liberación de Israel de Egipto, el conocimiento del poder de Dios se extendió por todas partes. El belicoso pueblo de la plaza fuerte de Jericó tembló. Dijo Rahab: “Al oír esto ha desfallecido nuestro corazón, y no ha quedado hombre alguno con ánimo para resistiros, porque Jehová, vuestro Dios, es Dios arriba en los cielos y abajo en la tierra”. Josué 2:11. Varios siglos después del éxodo, los sacerdotes filisteos recordaron a su pueblo las plagas de Egipto, y lo amonestaron a no resistir al Dios de Israel.PP 339.2
Dios llamó a Israel, lo bendijo y lo exaltó, no para que mediante la obediencia a su ley recibiera él solo su favor y fuera beneficiario exclusivo de sus bendiciones; sino para revelarse por medio de él a todos los habitantes de la tierra. Para poder alcanzar este propósito, Dios le ordenó que fuera diferente de las naciones idólatras que lo rodeaban.PP 339.3
La idolatría y todos los pecados que la acompañaban eran abominables para Dios, y ordenó a su pueblo que no se mezclara con las otras naciones, ni hiciera “como ellos hacen” (Éxodo 23:24), para que no se olvidaran de Dios. Les prohibió el matrimonio con los idólatras, para que sus corazones no se apartaran de él. Era tan necesario entonces como ahora que el pueblo de Dios fuera puro, “sin mancha de este mundo”. Santiago 1:27. Debían mantenerse libres del espíritu mundano, porque este se opone a la verdad y la justicia. Pero Dios no quería que su pueblo, creyendo tener la exclusividad de la justicia, se apartara del mundo al punto de no poder ejercer influencia alguna sobre él.PP 339.4
Como su Maestro, los seguidores de Cristo debían ser en todas las edades la luz del mundo. El Salvador dijo: “Una ciudad asentada sobre un monte no se puede esconder. Ni se enciende una luz y se pone debajo de una vasija, sino sobre el candelero para que alumbre a todos los que están en casa”, es decir, el mundo. Y agrega: “Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos”. Mateo 5:14-16. Esto es exactamente lo que hicieron Enoc, Noé, Abraham, José y Moisés. Y es precisamente lo que Dios quería que hiciera su pueblo Israel.PP 340.1
Fue su propio corazón malo e incrédulo, dominado por Satanás, lo que los llevó a ocultar su luz en vez de irradiarla sobre los pueblos circunvecinos; fue ese mismo espíritu fanático lo que los hizo seguir las prácticas inicuas de los paganos, o encerrarse en un orgulloso exclusivismo, como si el amor y el cuidado de Dios fueran únicamente para ellos.PP 340.2
Así como la Biblia presenta dos leyes, una inmutable y eterna, la otra provisional y temporaria, así también hay dos pactos. El pacto de la gracia se estableció primeramente con el hombre en el Edén, cuando después de la caída se dio la promesa divina de que la simiente de la mujer herirá a la serpiente en la cabeza. Este pacto puso al alcance de todos los hombres el perdón y la ayuda de la gracia de Dios para obedecer en lo futuro mediante la fe en Cristo. También se les prometió la vida eterna si eran fieles a la ley de Dios. Así recibieron los patriarcas la esperanza de la salvación.PP 340.3
Este mismo pacto le fue renovado a Abraham en la promesa: “En tu simiente serán benditas todas las naciones de la tierra”. Génesis 22:18. Esta promesa dirigía los pensamientos hacia Cristo. Así la entendió Abraham (véase Gálatas 3:8, 16), y confió en Cristo para obtener el perdón de sus pecados. Fue esta fe la que se le contó como justicia. El pacto con Abraham también mantuvo la autoridad de la ley de Dios. El Señor se le apareció y le dijo: “Yo soy el Dios Todopoderoso. Anda delante de mí, y sé perfecto”. El testimonio de Dios respecto a su siervo fiel fue: “Oyó Abraham mi voz, y guardó mi precepto, mis mandamientos, mis estatutos y mis leyes”, y el Señor le declaró: “Estableceré un pacto contigo y con tu descendencia, después de ti de generación en generación: un pacto perpetuo, para ser tu Dios y el de tu descendencia después de ti”. Génesis 17:1, 7; 26:5.PP 340.4
Aunque este pacto fue hecho con Adán, y más tarde se le renovó a Abraham, no pudo ratificarse sino hasta la muerte de Cristo. Existió en virtud de la promesa de Dios desde que se indicó por primera vez la posibilidad de redención. Fue aceptado por fe: no obstante, cuando Cristo lo ratificó fue llamado el pacto nuevo. La ley de Dios fue la base de este pacto, que era sencillamente un arreglo para restituir al hombre a la armonía con la voluntad divina, para colocarlo en condición de poder obedecer la ley de Dios.PP 340.5
Otro pacto, llamado en la Escritura el pacto “antiguo”, se estableció entre Dios e Israel en el Sinaí, y en aquel entonces fue ratificado mediante la sangre de un sacrificio. El pacto hecho con Abraham fue ratificado mediante la sangre de Cristo, y es llamado el “segundo” pacto o “nuevo” pacto, porque la sangre con la cual fue sellado se derramó después de la sangre del primer pacto. Es evidente que el nuevo pacto estaba en vigencia en los días de Abraham, puesto que entonces fue confirmado tanto por la promesa como por el juramento de Dios, “dos cosas inmutables, en las cuales es imposible que Dios mienta”. Hebreos 6:18.PP 341.1
Pero si el pacto confirmado a Abraham contenía la promesa de la redención, ¿por qué se hizo otro pacto en el Sinaí? Durante su esclavitud, el pueblo había perdido en alto grado el conocimiento de Dios y de los principios del pacto de Abraham. Al libertarlos de Egipto, Dios trató de revelarles su poder y su misericordia para inducirlos a amarle y a confiar en él. Los llevó al Mar Rojo, donde, perseguidos por los egipcios, parecía imposible que escaparan, para que vieran su total desamparo y necesidad de ayuda divina; y entonces los libró. Así se llenaron de amor y gratitud hacia él, y confiaron en su poder para ayudarlos. Los ligó a sí mismo como su libertador de la esclavitud temporal.PP 341.2
Pero había una verdad aun mayor que debía grabarse en sus mentes. Como habían vivido en un ambiente de idolatría y corrupción, no tenían un concepto verdadero de la santidad de Dios, de la extrema pecaminosidad de su propio corazón, de su total incapacidad para obedecer la ley de Dios, y de la necesidad de un Salvador. Todo esto se les debía enseñar.PP 341.3
Dios los llevó al Sinaí; manifestó allí su gloria; les dio la ley, con la promesa de grandes bendiciones siempre que obedecieran: “Ahora pues, si dais oído a mi voz, y guardáis mi pacto, [...] vosotros me seréis un reino de sacerdotes, y gente santa”. Éxodo 19:5, 6. Los israelitas no percibían la pecaminosidad de su propio corazón, y no comprendían que sin Cristo les era imposible guardar la ley de Dios; y con excesiva premura concertaron su pacto con Dios. Al creerse capaces de ser justos por sí mismos, declararon: “Haremos todas las cosas que Jehová ha dicho, y obedeceremos”. Éxodo 24:7. Habían presenciado la grandiosa majestad de la proclamación de la ley, y habían temblado de terror ante el monte; y sin embargo, apenas unas pocas semanas después, quebrantaron su pacto con Dios al postrarse a adorar una imagen fundida. No podían esperar el favor de Dios por medio de un pacto que ya habían roto; y entonces viendo su pecaminosidad y su necesidad de perdón, llegaron a sentir la necesidad del Salvador revelado en el pacto de Abraham y simbolizado en los sacrificios. De manera que mediante la fe y el amor se vincularon con Dios como su libertador de la esclavitud del pecado. Ya estaban capacitados para apreciar las bendiciones del nuevo pacto.PP 341.4
Los términos del pacto antiguo eran: Obedece y vivirás. “El hombre que los cumpla, gracias a ellos, vivirá” (Ezequiel 20:2; Levítico 18:5); pero “maldito el que no confirme las palabras de esta ley para cumplirlas”. Deuteronomio 27:26. El nuevo pacto se estableció sobre “mejores promesas”, la promesa del perdón de los pecados, y de la gracia de Dios para renovar el corazón y ponerlo en armonía con los principios de la ley de Dios. “Pero este es el pacto que haré con la casa de Israel después de aquellos días, dice Jehová: Pondré mi ley en su mente y la escribiré en su corazón [...]. Porque perdonaré la maldad de ellos y no me acordaré más de su pecado”. Jeremías 31:33, 34.PP 342.1
La misma ley que fue grabada en tablas de piedra es escrita por el Espíritu Santo sobre las tablas del corazón. En lugar de tratar de establecer nuestra propia justicia, aceptamos la justicia de Cristo. Su sangre expía nuestros pecados. Su obediencia es aceptada en nuestro favor. Entonces el corazón renovado por el Espíritu Santo producirá los frutos del Espíritu. Mediante la gracia de Cristo viviremos obedeciendo a la ley de Dios escrita en nuestro corazón. Al poseer el Espíritu de Cristo, andaremos como él anduvo. Por medio del profeta, Cristo declaró respecto a sí mismo: “El hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado, y tu Ley está en medio de mi corazón”. Salmos 40:8. Y cuando vivió entre los hombres, dijo: “No me ha dejado solo el Padre; porque yo, lo que a él agrada, hago siempre”. Juan 8:29.PP 342.2
El apóstol Pablo presenta claramente la relación que existe entre la fe y la ley bajo el nuevo pacto. Dice: “Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo”. “Luego, ¿por la fe invalidamos la Ley? ¡De ninguna manera! Más bien, confirmamos la Ley”. “Lo que era imposible para la Ley, por cuanto era débil por la carne, Dios, enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado, y a causa del pecado, condenó al pecado en la carne, para que la justicia de la Ley se cumpliera en nosotros, que no andamos conforme a la carne, sino conforme al Espíritu”. Romanos 5:1; 3:31; 8:3, 4.PP 342.3
La obra de Dios es la misma en todos los tiempos, aunque hay distintos grados de desarrollo y diferentes manifestaciones de su poder para suplir las necesidades de los hombres en los diferentes siglos. Empezando con la primera promesa evangélica, y siguiendo a través de las edades patriarcal y judía, para llegar hasta nuestros propios días, ha habido un desarrollo gradual de los propósitos de Dios en el plan de la redención. El Salvador simbolizado en los ritos y ceremonias de la ley judía es el mismo que se revela en el evangelio. Las nubes que envolvían su divina forma se han esfumado; la bruma y las sombras se han desvanecido; y Jesús, el Redentor del mundo, aparece claramente visible. El que proclamó la ley desde el Sinaí, y entregó a Moisés los preceptos de la ley ritual, es el mismo que pronunció el sermón sobre el monte. Los grandes principios del amor a Dios, que él proclamó como fundamento de la ley y los profetas, son solo una reiteración de lo que él había dicho por medio de Moisés al pueblo hebreo: “Oye, Israel: Jehová nuestro Dios, Jehová uno es. Amarás a Jehová, tu Dios, de todo tu corazón, de toda tu alma y con todas tus fuerzas”. Y “amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Deuteronomio 6:4, 5; Levítico 19:18. El Maestro es el mismo en las dos dispensaciones. Las demandas de Dios son las mismas. Los principios de su gobierno son los mismos. Porque todo procede de Aquel “en el cual no hay mudanza, ni sombra de variación”. Santiago 1:17.PP 343.1