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    Capítulo 7

    Embarcados hacia los Estados Unidos – Alondras marinas – Entusiasmo respecto a nuestro puerto de destino – Bancos de Terranova – Peligros en el océano – Amenaza de motín – Islas de hielo – Motín en alta mar – Habla con una nave norteamericana – Noticias alegres – ¡Tierra a la vista! – Recepción de un premio – Llegada a New London, Connecticut. – Navegación a Boston

    Había botes esperando, y antes de la noche nos embarcamos a bordo del barco. Éste era un barco mercante inglés de 400 toneladas de porte, llamado Mary Ann, de Londres, comandado por el capitán Carr, con camarotes temporarios entre las cubiertas para acomodar unas doscientas ochenta personas. Algunos oficiales que habían estado en libertad condicional se nos unieron en Plymouth, lo que aumentó nuestro número a doscientos ochenta.AJB 63.1

    Aquí nos vinieron al recuerdo escenas pasadas. A unos cinco kilómetros [unas tres millas], en la parte superior de la bahía, había anclada una flota de viejos cascos (barcos de guerra no aptos para navegar o desmantelados), donde se me había enviado unos cinco años antes, después de ser reclutado, para prepararme para el servicio activo en la marina británica. Más bien que someterme a una opresión tan insoportable, a la medianoche me bajé del hueco de una cañonera de la cubierta media del San Salvadore del Mondo (un antiguo barco español de tres cubiertas), al mar, pensando nadar esas tres millas, y posiblemente alcanzar tierra en algún lugar cerca de donde estaba ahora, y por la providencia y la misericordia de Dios, embarcarme para mi país natal. Como ya mostré, fui impedido de hacer este esfuerzo desesperado por mi libertad, y enviado de nuevo a estar entre extraños, con mi carácter marcado como prófugo del servicio de Su Majestad. De este lado de aquel punto oscuro de barcos desmantelados, se encontraba anclado el Swiftshore 74, recientemente llegado de su estadía de tres años en el Mediterráneo, el mismo navío al cual fui reclutado a su llegada al Mediterráneo desde el Rodney 74, cuando estaba por regresar de allí a Inglaterra; el mismo buque en el que pasé mis primeros seis meses de prisión, donde fui amenazado, que si no aceptaba el urgente pedido del primer teniente, sería atado al mástil principal, como blanco para la flota francesa. Al ser transferido a este barco por haber intentado lograr mi libertad (como se dijo antes, así me informaron), debía ser transferido cuando el barco quedara libre, al final de unos tres años más, y así condenado a permanecer en un país extranjero, privado de los privilegios permitidos en su servicio, tales como el salario pagado a los marineros, y los recesos de 24 horas en tierra, etc. Pero mis sufrimientos en sus prisiones me habían ganado lo que no estaban dispuestos a darme, es decir, total libertad y liberación del servicio al rey George III.AJB 63.2

    Inglaterra y Norteamérica han hecho, y todavía hacen, mucho en la materia de las compensaciones de quienes han trabajado y sufrido en su servicio. Se gastaron millones de dólares para llevar adelante la guerra de 1812. Los norteamericanos demandaban, y peleaban, por un “comercio libre, y los derechos de los marineros”. Inglaterra reconoció la justicia de su demanda: primero, al permitir que centenares, que solicitaron ser prisioneros de guerra más bien que seguir al servicio de ellos, lo hicieran. A menudo se afirmó que unos doscientos de esta clase de prisioneros norteamericanos estuvieron confinados en Dartmoor; segundo, por el tratado de paz de 1815. Pero nunca se nos dio ninguna remuneración por privarnos de nuestra libertad, y el habernos retenido injustamente para pelear sus batallas, excepto la pequeña asignación de salario que estuvieron dispuestos a otorgar. Se me exigió realizar la tarea de un marino experimentado la última parte de mi servicio, y se me dijo que así estaba calificado, siendo estacionado en el mástil principal. Mientras era prisionero de guerra en 1813, el agente de la marina me pagó £14, 2s. 6d., o $ 62.71. Esto, incluyendo mi áspera y barata vestimenta (para un clima templado), proveniente de lo que los oficiales llamaban el “baúl de pacotilla” de los marineros, fue toda la compensación que Inglaterra me otorgó por mis dos años y medio. Después que me tuvieron como prisionero de guerra dos años y medio más, tratándome y considerándome de la misma forma y manera, sin ninguna mitigación o favor, como las de nuestros compatriotas que fueron tomados como corsarios o en batalla. Pero si Inglaterra se sintiera dispuesta en esta hora tardía de mi jornada y me hiciera justicia, sería muy aceptable.AJB 64.1

    Nuestros camastros a bordo del barco estaban muy juntos, y fueron preparados para dormir y comer, con un pasillo muy angosto, del ancho justo como para permitirnos subir a cubierta y regresar, en fila india. A la mañana siguiente, levamos ancla y salimos del puerto bajo una nube de velas, con un viento favorable. Muy pronto partimos de la vieja Inglaterra, y estuvimos muy contentos de encontrarnos en el ancho océano navegando hacia el oeste. No ocurrió nada digno de mención a bordo, hasta que llegamos al borde oriental de los célebres bancos de Terranova, excepto las pequeñas alondras de mar que seguían nuestra estela, aparentemente muy contentas de encontrar otro barco y su compañía en el océano, y del cual podían obtener sus raciones diarias de comida. ¡Cómo descansaban de noche, si lo hacen, me asombra! Los marineros las llaman los “pollos de la Madre Carey”, tal vez en honor de una buena anciana de ese nombre, por su bondadoso cuidado y simpatía por los pobres marineros.AJB 64.2

    Después de unos días afuera, el capitán nos dijo que el Sr. Beasly, nuestro cónsul en Londres, había contratado este barco para bajarnos en City Point (a una gran distancia arriba en el río James, Virginia), y cargar con tabaco para Londres. Consideramos que este era un acto cruel e injustificado del Sr. Beasly, porque solo cinco o seis de nuestro grupo serían beneficiados con esto, mientras el resto tendría que recorrer centenares de kilómetros para llegar a sus hogares en Nueva York y Nueva Inglaterra, si es que podían mendigar para conseguir transporte. Le protestamos al capitán, pero él afirmó que no se desviaría del contrato para dejarnos bajar en ningún otro lugar. Los prisioneros declararon, por su parte, que su barco nunca debía llevarnos a City Point; después de lo cual pronto se hicieron arreglos entre nosotros en privado, para decidir, en caso de una revuelta en nuestro castillo flotante, quiénes serían el capitán y los oficiales.AJB 65.1

    Al acercarnos al borde oriental de los bancos de Terranova, a unos dos tercios de distancia por el Océano Atlántico, encontré que estábamos en el lugar donde naufragué por el hielo varios años antes, como lo relaté en un capítulo anterior. Como este lugar peligroso llegó a ser el tema de conversaciones, supimos que varios de nosotros habíamos experimentado dificultades similares al pasar sobre estos bancos en la primavera del año. El capitán Carr dijo que había hecho quince viajes a Terranova y nunca había visto nada de hielo, y no creía que lo hubiera ahora delante de nosotros. Por la tarde vimos una gran extensión de hielo en forma de capa sobre el agua. Le preguntamos al capitán cómo se refería a tal cosa. Él reconoció que era hielo. Al caer la noche, el viento aumentó hasta hacerse un ventarrón del este. El capitán Carr, sin tomar en cuenta todo lo que se le había dicho con respecto al peligro del hielo en nuestro camino, mantenía al barco viento en popa delante de la tormenta bajo una vela principal y velas delanteras con aparejos cerrados, decidido a hacer su voluntad en vez de quedar quietos hasta la mañana, como sugerían algunos de los prisioneros. Unos treinta de nosotros, no dispuestos a confiar en la opinión del capitán, tomamos nuestra posición en la proa y el bauprés del barco para mirar si había hielo por delante. A medianoche el barco avanzaba furiosamente delante del ventarrón y la tormenta, evidentemente sin ninguna esperanza de evitar el hielo aun si lo veíamos; y con el peligro de ser destrozados sin un momento de advertencia. También sentimos un marcado cambio en el aire. En este dilema decidimos quitarle el barco al capitán y ponernos al pairo. Lo encontramos en el puente dirigiendo el barco por medio de órdenes al piloto. Brevemente le dijimos cuál era nuestra peligrosa posición, y que unas trescientas almas estaba a merced de su voluntad; y que, si no dábamos vuelta el barco, nosotros lo haríamos por él. Viendo nuestra determinación de actuar en este asunto de inmediato, él le gritó a su tripulación: “¡Girar a babor con el cabo principal! ¡Poner el timón a estribor!” Esto sujetó la vela principal al mástil, y dejó que el barco quedara contrario al viento.AJB 65.2

    Habiendo hecho esto, el avance del barco se detuvo hasta el amanecer, el que nos mostró cuán estrechamente habíamos escapado con nuestras vidas. Había grandes islas de hielo frente a nosotros, y si hubiéramos continuado corriendo con el ventarrón habríamos caído en medio de ellas, con peligro inminente de ser destrozados. La tozudez del capitán Carr era ahora evidente para todos, y el camino que seguimos al exigirle que pusiera el barco al pairo también era justificado. Y después que el barco giró otra vez para seguir su curso hacia adelante, y habiendo pasado las enormes islas de hielo, todos nos dispusimos a seguir vigilando hasta que pasáramos los bancos, y estuviéramos otra vez sobre el océano insondable. Estos cuerpos de hielo tenían la apariencia de grandes ciudades, vistos desde la distancia, y si no hubiera sido por nuestra previsión, con toda probabilidad hubieran sido la causa de nuestra destrucción inmediata.AJB 66.1

    Por otra parte, una gran mayoría de nosotros estábamos convencidos de que este era el mejor momento de hacernos cargo del barco para seguir a Nueva York o Boston, de donde podríamos llegar más fácilmente a nuestros hogares. Esto, porque habíamos decidido y declarado, como dijimos antes, al capitán Carr, que su barco nunca nos llevaría a City Point, Virginia, donde su contrato le exigía que nos desembarcara. Habiendo superado el peligro del hielo, el asunto más difícil de decidir para nosotros era a cuál de los dos puertos debíamos apuntar si tomábamos el barco. De repente y en forma inesperada, uno de nuestro grupo se puso en la escotilla principal en medio del barco, y con voz estentórea exclamó: “¡Todos los que prefieren Nueva York vayan a estribor, y todos los que están a favor de Boston, vayan a babor!” Cada uno fue a su lado, y se declaró que el mayor número estaba del lado de estribor; por lo tanto, el barco iría a Nueva York. El capitán Carr estaba parado en nuestro medio, cerca del hombre a cargo del timón, sorprendido por este movimiento inesperado y extraño, cuando repentinamente uno de los nuestros tomó el timón de manos del piloto. El capitán Carr exigió que lo dejara inmediatamente, y ordenó a su hombre que tomara de nuevo el timón. Una cantidad de los nuestros también instó a nuestro amigo que tomara el timón, y que lo protegeríamos. Ante esto, el capitán se enojó mucho, y nos dijo lo que haría si tuviera una tripulación que pudiera dominarnos. Pero vio que la resistencia sería vana; habíamos tomado posesión del timón, y por lo tanto el barco ya no estaría bajo su dirección. Viendo lo que se había hecho, nos llamó “chusma”, “brabucones”, etc., por tomar el barco en alta mar, y quería saber lo que haríamos en el navío, y quién sería el capitán. El capitán Conner, de Filadelfia, fue alzado por los que estaban cerca de él y colocado de pie sobre el cabrestante (un cilindro de más de un metro veinte de alto [cuatro pies], con palancas para levar anclas, etc.). “¡Aquí está nuestro capitán!” gritó la multitud. Dijo el capitán Carr: “¿Va a tomar mi barco a su cargo, capitán Conner?” “No, señor”, fue la respuesta. “¡Sí, si lo hará!” fue el grito unánime. “No quiero tener nada que ver con el barco”, dijo el capitán Conner. “Lo hará”, fue el fuerte grito [de la multitud], “o lo tiraremos por la borda”. “Usted oye lo que dicen, capitán Carr. ¿Qué debo hacer?” “Tome el barco, tómelo, capitán Conner”, dijo el comandante inglés. Habiendo quedado resuelto esto, el capitán Carr prosiguió con sus insultos. Algunos que estaban cerca de él le aconsejaron que callara y se fuera a su cabina tan pronto como fuera posible, para librarse de peligro. Así lo hizo, y se restauró el orden. El capitán Conner tomó a su cargo el barco, y nombró a tres oficiales como maestres. Varios de nosotros nos ofrecimos voluntariamente como marineros para tripular el barco, y nos dividimos en tres guardias, de modo que se pudiera aprovechar toda ventaja para impulsar al barco hacia adelante, al puerto de Nueva York bajo todas las velas que el barco pudiera soportar.AJB 66.2

    El capitán Carr y su tripulación tenían libertad, y los tratamos bondadosamente, pero no les permitimos interferir con la navegación. Declaró que si el barco llegaba alguna vez a los Estados Unidos, nos acusaría ante los tribunales de los Estados Unidos por tomar su barco en alta mar. La idea de ser privados de nuestra libertad y acusados ante nuestro país por este caso a nuestra llegada, preocupó a algunos; no obstante estábamos resueltos a seguir a cargo hasta que llegáramos.AJB 67.1

    Se vio un barco que venía en nuestra dirección con los colores norteamericanos al viento.AJB 67.2

    Izamos los colores ingleses. Para nosotros era una vista rara ver uno de nuestros barcos con la bandera norteamericana desplegada. Al pasar triunfalmente junto a nosotros, a una distancia desde la que podíamos hablar con ellos, se dio el grito: “¿Qué barco es ése?”, “¿De dónde vienen?” y “¿Hacia dónde se dirigen?” Respuesta: “De los Estados Unidos, rumbo a Europa”. “¿Qué barco es ese?”, etc. Respuesta: “El Mary Ann, de Londres, contratado para transportar prisioneros norteamericanos de Dartmoor, Inglaterra, rumbo a los Estados Unidos”. Unas pocas preguntas más, y mientras cada barco seguía su viaje, les dimos tres ruidosos “hurras”, tan contentos estábamos de ver a algunos de nuestro país natal a flote en el ancho océano.AJB 68.1

    Unos diez días después de la revolución, o el momento en que tomamos el barco, vimos tierra a la distancia delante de nosotros. Al acercarnos a la costa descubrimos para nuestro gran gozo que era la Isla Block, R. I., a unos sesenta y cuatro kilómetros [unas cuarenta millas] de nuestra casa. Botes de vela zarpaban desde tierra para tener la primera oportunidad de guiarnos al puerto. Algunos de los nuestros pensaron que esta sería una rara oportunidad de ir a tierra en esos botes, y recogieron sus hamacas y bolsos, esperando saltar a los botes cuando estuvieran junto al barco. Unas ráfagas fuertes del noroeste comenzaron a soplar, de modo que bajamos las velas, y muchos marineros estaban sobre las vergas para ajustarlas. Al llegar los botes a nuestro lado, los hombres que estaban en las vergas más altas gritaron: “¡No vengan aquí! ¡Tenemos la plaga a bordo!” Los hombres que estaban esperando para saltar declararon que no había nada de eso, y les pidieron que se acercaran. Una cantidad de voces desde las vergas superiores decían otra vez: “¡Sí, tenemos la plaga a bordo! ¡No vengan aquí!” Los botes de inmediato se retiraron, y se dirigieron a tierra. Nada que podíamos tener induciría a alguno a subir a bordo, porque sabían que el simple informe de que lo hicieron, los sometería a una tediosa cuarentena. La plaga que teníamos a bordo era ésta: Esperábamos que el capitán Carr (como había amenazado) nos acusara ante los tribunales de los Estados Unidos por piratería en alta mar. Por lo tanto, no estábamos dispuestos a separarnos de ellos hasta que supiéramos más de este asunto.AJB 68.2

    El viento amainó durante la noche, y a la mañana siguiente notamos que una marea alta y una corriente se interponía entre nosotros y el extremo oriental de Long Island y Block Island en el Estrecho de Long Island. Llegamos a la conclusión de que deberíamos conseguir un piloto que nos guiara por el estrecho hasta Nueva York. Esperábamos encontrar uno entre los muchos queches de pescadores que veíamos. Al fin, uno de ellos fue inducido a acercarse. En menos de cinco minutos, tomó posesión del barco, mientras el capitán y la tripulación se retiraron a la popa asombrados por lo que estaba ocurriendo. Juzgamos que cerca de cien de nuestro grupo comenzaron a tirar sus bolsos y hamacas a bordo del queche, y a sí mismos en rápida sucesión. Luego se separaron del barco, nos dieron tres hurras, y se fueron para Newport, R. I., antes de que supiéramos su propósito. No tenían idea de ser acusados ante los tribunales por piratería por el capitán Carr.AJB 68.3

    Como el viento no era favorable para seguir a Nueva York, decidimos ir a New London, Connecticut, a cuyo puerto llegamos a la mañana siguiente, y anclamos alejados del muelle delante del pueblo, seis semanas después de salir de Plymouth, Inglaterra. Un gran número de los nuestros fuimos a cubierta para aferrar todas las velas al mismo tiempo. Entonces nos paramos sobre las vergas, y dimos tres hurras a la multitud que miraba desde el muelle en New London. En pocos momentos más, botes cargados con nuestro gozoso grupo, con sus bolsos y hamacas, íbamos apiñados hacia la orilla, dejando el barco capturado y al capitán Carr, para que encontrara su rumbo desde allí, y buscara su carga de tabaco en City Point, Virginia lo mejor que pudiera, o que nos encontrara en las próximas veinticuatro horas, si todavía se sentía dispuesto a acusarnos por nuestra supuesta piratería en el océano. Sin duda, estaba tan maravillosamente aliviado por la partida de una tripulación tan rebelde que no tendría interés especial en encontrarse con ellos nuevamente.AJB 69.1

    La buena gente en tierra parecía casi tan contenta de vernos y darnos la bienvenida a tierra como el capitán Carr de verse librado de nosotros. Pero ni unos ni otros estaban la mitad de contentos que lo que estábamos nosotros. Parecía imposible creer que realmente estuviéramos en nuestro suelo natal una vez más como hombres libres, libres de los navíos de guerra británicos y sus prisiones oscuras y deprimentes. Después que nuestros sentimientos de alegría menguaron un poco, comenzamos a preguntar por el camino a casa. En el transcurso de 24 horas una gran porción de nuestro grupo tomó pasajes en un buque correo hacia la ciudad de Nueva York. Cuatro de nosotros, en base a nuestras promesas, sin dinero, contratamos un queche pescador a dos dólares por cabeza, para llevar a veintidós de nosotros alrededor del Cabo Cod hasta Boston, Massachusetts. Esto nos colocaba fuera del alcance del capitán Carr, donde nunca más oiríamos de él.AJB 69.2

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