Capítulo 9—La transfiguración
Según se acercaba el tiempo en que Jesús había de padecer y morir, se quedaba más frecuentemente a solas con sus discípulos. Después de enseñar al pueblo durante todo el día, se retiraba con sus discípulos a un paraje apartado para orar y conversar íntimamente con ellos. Estaba Jesús fatigado, y sin embargo, no tenía tiempo para descansar, porque se apresuraba el término de su obra en la tierra y todavía le faltaba mucho que hacer antes de la hora final. Había declarado a sus discípulos que establecería su reino tan firmemente en la tierra, que las puertas del infierno no prevalecerían contra él. Al advertir Jesús que se aproximaba su prueba, reunió a sus discípulos en derredor e iluminó sus mentes respecto a su futura humillación y afrentosa muerte a manos de sus perseguidores. El impulsivo Pedro no pudo soportar ni por un instante aquella idea, e insistió en que no había de suceder tal cosa. Jesús reprendió solemnemente la incredulidad que Pedro denotaba al sugerir que las profecías no se cumplirían con el sacrificio del Hijo de Dios.2TS 59.1
Después procedió Jesús a explicar a sus discípulos que también habrían de sufrir por su nombre, cargando con la cruz para seguirle, y soportar humillaciones, vituperios y afrentas análogas a las de su Maestro, pues de lo contrario nunca podrían participar de su gloria. A los sufrimientos de Jesús debían seguir los de sus discípulos, y su crucifixión debía enseñarles que les era preciso quedar crucificados para el mundo, renunciando a toda esperanza de sus pompas y placeres. Antes de esta declaración, había Jesús hablado frecuentemente con sus discípulos de sus futuras humillaciones, y tratado resueltamente de desvanecer las esperanzas que ellos abrigaban de su engrandecimiento temporal; pero tan acostumbrados estaban a considerar al Mesías como un poderoso rey, que les había sido imposible renunciar enteramente a sus brillantes esperanzas.2TS 59.2
Pero ahora las palabras de Jesús no dejaban lugar a dudas. Había de vivir como humilde peregrino sin hogar, y morir como si fuese un malhechor. Entristecióse el corazón de los discípulos porque amaban a su Maestro; pero la duda acosaba sus mentes, pues les parecía incomprensible que el Hijo de Dios se sujetase a tan cruel humillación. No podían comprender porqué había de ir Jesús voluntariamente a Jerusalén para entregarse al trato que según les declaraba iba a recibir allí. Deploraban profundamente que su Maestro se resignara a tan ignominiosa suerte, dejándolos en tinieblas aun más densas que aquellas en que andaban a tientas antes de que él se les revelase. Les vino a la mente el pensamiento de arrebatarlo por la fuerza y esconderlo en paraje seguro; pero no se atrevían, porque el mismo Jesús les había dicho que semejante proyecto era sugerido por Satanás. En medio de su melancolía no podían menos que consolarse de cuando en cuando con el pensamiento de que alguna circunstancia imprevista evitara la terrible suerte que aguardaba a su Señor. Así anduvieron tristes y vacilantes, oscilando entre la esperanza y el temor durante seis largos y obscuros días.2TS 60.1
Conocía Jesús la pena y perplejidad de sus discípulos y quiso darles otra prueba de su carácter de Mesías, a fin de que no les flaquease la fe en los rigurosos trances por que no tardarían en pasar. Al atardecer llamó a su lado a los tres discípulos que le eran más afectos y se los llevó fuera de la bulliciosa ciudad, a través de los campos, hasta la escabrosa falda de un monte. Estaba Jesús fatigado de su labor y del camino. Durante todo el día había enseñado a la gente y sanado a los enfermos; pero buscó aquella eminencia para apartarse del gentío que de continuo le seguía y tener tiempo de meditar y orar. Estaba muy cansado y se fatigó mucho al subir la empinada cuesta del monte.2TS 60.2
También estaban cansados los discípulos, y aunque ya acostumbrados a retirarse con Jesús a la soledad para orar, no podían menos que admirarse de que su Maestro subiese a tan abrupta montaña después de semejante día de fatiga. Pero nada le preguntaron acerca de sus propósitos y le acompañaron pacientemente. Según iban subiendo la cuesta, el sol poniente dejaba en sombra los valles, mientras su luz iluminaba todavía la cumbre de la montaña y doraba con su decadente resplandor el escabroso sendero que hollaban. Pero no tardó la dorada luz en desaparecer del monte como había desaparecido del valle, ocultándose el sol tras el horizonte occidental y quedando los solitarios caminantes envueltos en las sombras de la noche. La lobreguez del ambiente estaba al parecer en consonancia con sus entristecidas existencias en cuyo torno se agrupaban densas nubes.2TS 61.1
Llegado al paraje elegido, se puso Jesús a orar fervorosamente a su Padre. Hora tras hora, con insistentes lágrimas, estuvo pidiendo fuerzas para sobrellevar su aflicción y que les fuese concedida a sus discípulos la gracia necesaria para resistir las terribles pruebas que les aguardaban. El rocío caía suavemente sobre la postrada figura de Jesús; pero él no hacía caso. Las sombras de la noche le envolvían densamente; pero él no se fijaba en su lobreguez. Así transcurrieron lentamente las horas. En un principio, los discípulos unieron con sincera devoción sus oraciones a las de Jesús; pero al cabo de algunas horas, vencidos por el cansancio y el sueño, se quedaron dormidos a pesar de sus esfuerzos por mantener su interés en la escena. Jesús les había hablado de sus futuros padecimientos. Se los había llevado consigo para que con él orasen y velasen mientras abogaba con su Padre pidiéndole que sus discípulos tuviesen fuerza para soportar la próxima prueba de su humillación y muerte. En especial rogó que pudieran presenciar tan evidente manifestación de su divinidad, que disipara de sus mentes todo resto de incredulidad y duda; una manifestación que en la hora de su agonía suprema los confortara con el seguro conocimiento de que era el Hijo de Dios, y que su afrentosa muerte formaba parte del divino plan de redención.2TS 61.2
Dios escuchó las súplicas de su Hijo, y los ángeles se dispusieron a servirle. Pero Dios escogió a Moisés y a Elías para que visitaran a Cristo y conversaran con él respecto a sus próximos padecimientos en Jerusalén. Mientras Jesús estaba humildemente arrodillado en el húmedo y pedregoso suelo, se abrieron de repente los cielos, giraron de par en par las áureas puertas de la Ciudad de Dios, y una santa refulgencia descendió sobre el monte, aureolando la figura de Cristo arrodillado. Entonces se irguió de su postrada actitud con majestad divina, se desvaneció la agonía de alma de su semblante, que entonces brilló con serena luz, y sus vestiduras no fueron ya burdas y manchadas, sino blancas y resplandecientes como el sol del mediodía.2TS 62.1
El torrente de luz que iluminaba todo el monte, despertó a los dormidos discípulos, que contemplaron con temerosa admiración las refulgentes vestiduras y el radiante aspecto de su Maestro. De pronto les ofuscó la vista el supraterreno esplendor del espectáculo; pero cuando sus ojos se acostumbraron a la maravillosa luz, echaron de ver que Jesús no estaba solo. Dos gloriosos personajes conversaban con él. Eran Moisés, que había hablado con Dios cara a cara entre los truenos y relámpagos del Sinaí; y Elías, el profeta de Dios que sin conocer la muerte había sido arrebatado al cielo en un carro de fuego. Estos dos varones, a quienes Dios había considerado más merecedores de su favor que todo otro viviente en la tierra, fueron delegados por el Padre para llevar a su Hijo la gloria del cielo y confortarle, hablando con él acerca del cumplimiento de su misión y especialmente de lo que iba a padecer en Jerusalén.2TS 62.2
El Padre escogió a Moisés y Elías por mensajeros enviados a Cristo para glorificarle con la luz del cielo y conversar con él sobre su próxima agonía, porque uno y otro habían vivido en la tierra como hombres y al haber pasado por los sufrimientos humanos, podían simpatizar con las pruebas de Jesús en su vida terrena. Elías, como profeta de Israel, había representado a Cristo, y su obra había sido hasta cierto punto análoga a la del Salvador. Y Moisés, como caudillo de Israel, había estado en lugar de Cristo, comunicándose con él y obedeciendo sus instrucciones. Por lo tanto, entre todas las huestes reunidas en torno del Señor, eran Moisés y Elías los más aptos para servir al Hijo de Dios.2TS 63.1
Moisés fué mayor que cuantos vivieran antes que él. Dios le honró en extremo, concediéndole el privilegio de hablar con él cara a cara, como un hombre habla con un amigo. Le fué permitido ver la brillante luz y excelsa gloria que envuelve al Padre. Por medio de Moisés libró el Señor a los hijos de Israel de la esclavitud de Egipto. Fué Moisés un mediador entre Dios y su pueblo, y a menudo se interpuso entre ellos y la ira del Señor. Cuando Dios se irritó en extremo contra Israel por su incredulidad, sus murmuraciones y sus horrendos pecados, fué probado el amor de Moisés por los israelitas. Dios se propuso destruir al pueblo de Israel y hacer de la posteridad de Moisés una poderosa nación; pero el profeta demostró su amor por Israel intercediendo fervorosamente en su favor. En su angustia suplicó a Dios que borrase su nombre de su libro o que aplacara su ira y perdonase a Israel.2TS 63.2
Cuando los israelitas murmuraron contra Dios y contra Moisés porque no tenían agua, le acusaron de haberles llevado a morir al desierto a ellos y a sus hijos. Dios oyó sus murmuraciones y mandó a Moisés que hiriese la peña para que el pueblo tuviera agua. Moisés golpeó la peña con ira y se ufanó del éxito. Las continuas veleidades y murmuraciones de los hijos de Israel habían ocasionado a Moisés profunda tristeza, y por un momento olvidó lo mucho que el Señor los había soportado, y que sus murmuraciones no iban contra él sino contra Dios. Pensó Moisés sólo en sí mismo en aquella ocasión, al considerar cuán profundamente le ofendían los israelitas y la escasa gratitud que le mostraban a cambio del intenso amor que por ellos sentía.2TS 64.1
Era el designio de Dios colocar frecuentemente a su pueblo en condiciones adversas, para librarlo de ellas por su poder, a fin de que reconociese su amor y solicitud por ellos, y así le sirviese y honrase. Pero Moisés no acertó entonces a honrar a Dios y engrandecer su nombre ante el pueblo, para que el pueblo glorificase a Dios, y por ello incurrió en el desagrado del Señor.2TS 64.2
Cuando Moisés bajó del monte con las dos tablas de piedra y vió a Israel adorando al becerro de oro, encendióse grandemente su ira, y arrojando al suelo las tablas, hízolas pedazos. Moisés no pecó en esto. Se airó por Dios, celoso por su gloria. Pero cuando, cediendo a los naturales impulsos de su corazón, se arrogó la honra debida a Dios, pecó Moisés, y por este pecado no le dejó Dios entrar en la tierra de Canaán.2TS 64.3
Satanás había procurado encontrar algo de que acusar a Moisés ante los ángeles. Se regocijó de su éxito en inducirle a desagradar a Dios, y dijo a los ángeles que vencería al Salvador del mundo cuando viniese a redimir al hombre. Debido a su transgresión, Moisés cayó bajo el poder de Satanás, el dominio de la muerte. Si hubiese permanecido firme, el Señor le habría hecho entrar en la tierra prometida, y le habría trasladado luego al cielo sin que viese la muerte.2TS 65.1
Moisés pasó por la muerte, pero Miguel (Cristo) bajó y le dió vida antes que su cuerpo viese la corrupción. Satanás trató de retener ese cuerpo, reclamándolo como suyo; pero Miguel resucitó a Moisés y lo llevó al cielo. Satanás protestó acerbamente contra Dios, llamándolo injusto por permitir que se le arrancase su presa; pero Cristo no reprendió a su adversario, aunque si el siervo de Dios había caído era por su tentación. Le remitió a su Padre, diciendo: “Jehová te reprenda.”2TS 65.2
Elías había andado con Dios. Su obra había sido penosa; porque por su medio el Señor había reprochado a Israel sus pecados. Fué un profeta de Dios, y sin embargo, tuvo que huir de un lugar a otro para salvar su vida. Su propia nación le persiguió como a una fiera, para matarle. Pero Dios le trasladó al cielo. Los ángeles le llevaron allí en gloria y triunfo.2TS 65.3
Jesús había dicho a sus discípulos que algunos de los que con él estaban no gustarían la muerte antes de ver llegar el reino de Dios con poder. En ocasión de la transfiguración, esta promesa se cumplió. El semblante de Jesús mudóse allí de modo que brillaba como el sol. Sus vestiduras eran blancas y relucientes. Moisés representaba a los que resucitarán de entre los muertos al segundo advenimiento de Jesús. Y Elías, que fué trasladado sin conocer la muerte, representaba a los que cuando venga Cristo otra vez, serán transformados en inmortales y trasladados al cielo sin ver la muerte. Los discípulos contemplaban con temeroso asombro la excelsa majestad de Jesús, y la nube que los cobijaba, y oían la voz de Dios diciendo con terrible majestad: “Este es mi Hijo amado; a él oíd.”2TS 65.4